SE ha repetido hasta la saciedad, con un sucinto y cerril desparpajo, que el Papado de Juan Pablo el Grande ha sido «progresista en lo social y conservador en lo moral». En tan simplificadora formulación se condensa nuestra incapacidad para trascender los estereotipos ideológicos, pero sobre todo cierta ceguera -no sé si nacida del cinismo o de la mera camastronería- para vislumbrar el radical proyecto humanista de un Papa que ha sabido, mejor que ningún hombre de nuestra época, identificarse con Cristo. De esa identificación extrema surge, como un corolario natural e insoslayable, su identificación con el hombre, su execración de cualquier forma de violencia ejercida contra su sagrada naturaleza, su vocación indesmayable de caridad, dirigida preferentemente hacia los más débiles.
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