Con un mapa de España ante los ojos vamos buscando la ínsula de Barataria. Caminamos desde la Mancha hacia Aragón. Don Quijote, en su camino al Ebro, cruza las sierras de Cuenca y Albarracín, pasa por los pinares de Almodóvar, atraviesa la tierra de Cañete y el campo de Cariñena. La ínsula Barataria, no era, en realidad, isla. Formaba una reducida península. Hallábase casi toda rodeada por las ondas del Ebro y unida a la ribera por una lengua de tierra. Cerca de Pedrola, en el partido judicial de la Almunia, tenían los duques su palacio y sus jardines. Dicen que los tales duques eran los de Villahermosa. No quedan ya rastros de la mansión señorial. No lejos de Pedrola se hallaba el territorio reducidísimo de Alcalá de Ebro. Existe un obstáculo a la veracidad de la Historia. Alcalá de Ebro tenía cortísimo vecindario. La ínsula Barataria se allega a los mil vecinos. La imaginación lo suple todo. Hemos realizado el viaje y nos encontramos en los dominios de Sancho. Nuestro compañero de viaje ha sido Miguel de Cervantes. Los duques han hecho gobernador de la ínsula Barataria a Sancho Panza. El gran día ha llegado. Lo que parecía imposible a Don Quijote tiene ahora su concreción tangible. Ningún minuto en el gran libro de mayor melancolía que este en que don Quijote se despide de Sancho, que va a su gobierno.
No es Don Quijote quien se entristece; se llena de melancolía el propio Cervantes. Sancho ha logrado antes lo que el caballero de la Triste Figura no ha conseguido aún. Ha caminado el caballero por llanos y montañas. Defendió a la gente opresa, amparó a los perseguidos, socorrió a los menesterosos. Y su galardón no llega. No llegó nunca para Miguel de Cervantes. Durante toda su vida, pobre, receloso, guardó una actitud de extremada reserva. Américo Castro, en su admirable libro «El pensamiento de Cervantes», hace notar los alardes de ortodoxia que Cervantes prodiga. No había necesidad de tales redundancias. No las emplean otros colegas de Cervantes. La actitud está explicada, a nuestro parecer, no tanto por el ambiente de la época -ese ambiente, que no produce el mismo efecto en un Quevedo o en un Lope- como por el medio social y familiar en que Cervantes se desenvuelve. Preciso era no lastimar los sentimientos de tales o cuales deudos. Y no se podía exponer tampoco la familia a las contingencias lamentables del enojo de un grande. El círculo en que se movía Cervantes era menguado. En un núcleo de deudos, unos hostiles, otros excesivamente religiosos, dependiendo siempre de la buena voluntad de un magnate, el escritor había de mantenerse en una actitud de reserva extremada. Hoy no habría motivo para que se produjera con respecto a la ortodoxia religiosa, tal modalidad de exagerada prudencia. Lo habría, sí, de una manera análoga, en el caso de otro escritor, por lo que toca -y pensamos en Rusia, en las simpatías por Rusia- a la ortodoxia social.
La liberación para Cervantes no llegó jamás. Sancho ha logrado su anhelo. Va a ser gobernador de una ínsula. Don Quijote, en el retiro de la estancia ducal, horas antes de la partida de Sancho, se siente profundamente triste. No sabemos las ideas que Alcalá de Ebro, si Cervantes conoció el lugar, inspiraría al novelista. La patria de Cervantes fue Alcalá de Henares. De una a otra Alcalá, el pensamiento del maestro iría, tal vez, en íntima fluctuación. En Alcalá de Henares mandaba Felipe III. En Alcalá de Ebro iba a mandar Sancho Panza. Sancho Panza, humano gobernador, era el propio Cervantes. Al gobierno del monarca se opone, en Alcalá de Ebro, el gobierno de Cervantes. El rey lo es todo. Cervantes no es nada. Comparemos, sin embargo, la gobernación de uno y otro.
El cervantista don Antonio Eximeno establece la cronología de la acción quijotesca en un libro publicado en 1806. Se sabe de un modo cierto que Sancho Panza salió del palacio ducal para dirigirse a su ínsula el día 31 de octubre. Detengámonos un momento. Allá va Sancho montado en su fiel rocín. ¿Qué es lo que va a hacer el buen manchego en su ínsula? ¿Cómo va a desenvolver su gobierno? En este punto nos apartamos del cuerpo de lo impreso y nos salimos a las márgenes. En ese mismo mes de octubre, en los primeros días, se había producido en la ínsula Barataria un levantamiento popular. Hubo, como en todas las revoluciones, muertos y estragos. Las causas de la insurrección eran justas. Sancho Panza es inteligente y bondadoso. El primer problema que se le plantea en su gobierno es un antiquísimo problema. Existe desde el origen del mundo. Pero ha sido el sutil ciudadano de Florencia quien lo ha planteado de un modo más escueto y limpio. ¿Qué vale más, ser temido o ser amado? ¿Qué es más eficaz en la gobernación: el temor o el amor? Nicolás Maquiavelo ha seducido a muchos españoles. Se le denuesta públicamente y se le ama con clandestinidad. Saavedra Fajardo es entre nosotros el más fino resonador de la voz del florentino. En Saavedra Fajardo el drama que suscita Maquiavelo llega a lo sumo de la sensibilidad. Ante el florentino, Saavedra semeja una mujer que se esquiva y se entrega, se encoleriza y sonríe. Saavedra se ingenia en modos sutiles y elegantes para modificar la doctrina vitanda. El dictamen de Maquiavelo es terminante: E molto più sicuro essere temuto che amato. Contra esa dureza se levanta Saavedra Fajardo. No, no suscitemos el odio en el pueblo. «El primer principio de la eversión de los reinos y de las mudanzas en las repúblicas, es el odio», escribe el autor. A seguida una ligera evocación de la primera república española. Nos hallamos, como el lector sabe, en la tercera. «En el odio de sus vasallos cayeron los reyes don Ordoño y don Fruela II y aborrecido el nombre de reyes, se redujo Castilla a forma de República, repartido el gobierno en dos jueces: uno para la paz y otro para la guerra». Decididamente, Saavedra se opone al florentino. «Muchos príncipes se perdieron por ser temidos -escribe-; ninguno, por ser amado». ¿Queda ya así resuelta la cuestión? No; recapacitemos un poco. No cabe desechar en absoluto el temor. Pero sepamos qué clase de temor debemos aceptar. El temor que acepta, en fin de cuentas, Saavedra Fajardo, se apoya en la justicia. La justicia es para él humanidad. «Hacerse temer el príncipe -dice - porque no sufre indignidades, porque conserva la justicia y porque aborrece los vicios es tan conveniente que sin este temor en los vasallos no podría conservarse». Retengamos la frase de que el príncipe no ha de sufrir indignidades.
El nuevo gobernador ha llegado a su ínsula. Las cárceles están llenas de rebeldes. Dura todavía la efervescencia del levantamiento. Entre el temor y el amor, Sancho se decide resueltamente por el amor. El amor en este caso concuerda con la justicia. La pacificación de la ínsula no podrá venir sino por la concordia. Son abiertas las puertas de las prisiones. Los fautores del movimiento tienen expedito el camino para marcharse a los pueblos comarcanos. Dentro de unos meses podrán volver a sus hogares. La humanidad y el tacto afectuoso del nuevo gobernador encantan a todos. Sancho, comprensivo y cordial, liquida la revolución de octubre.
No es Don Quijote quien se entristece; se llena de melancolía el propio Cervantes. Sancho ha logrado antes lo que el caballero de la Triste Figura no ha conseguido aún. Ha caminado el caballero por llanos y montañas. Defendió a la gente opresa, amparó a los perseguidos, socorrió a los menesterosos. Y su galardón no llega. No llegó nunca para Miguel de Cervantes. Durante toda su vida, pobre, receloso, guardó una actitud de extremada reserva. Américo Castro, en su admirable libro «El pensamiento de Cervantes», hace notar los alardes de ortodoxia que Cervantes prodiga. No había necesidad de tales redundancias. No las emplean otros colegas de Cervantes. La actitud está explicada, a nuestro parecer, no tanto por el ambiente de la época -ese ambiente, que no produce el mismo efecto en un Quevedo o en un Lope- como por el medio social y familiar en que Cervantes se desenvuelve. Preciso era no lastimar los sentimientos de tales o cuales deudos. Y no se podía exponer tampoco la familia a las contingencias lamentables del enojo de un grande. El círculo en que se movía Cervantes era menguado. En un núcleo de deudos, unos hostiles, otros excesivamente religiosos, dependiendo siempre de la buena voluntad de un magnate, el escritor había de mantenerse en una actitud de reserva extremada. Hoy no habría motivo para que se produjera con respecto a la ortodoxia religiosa, tal modalidad de exagerada prudencia. Lo habría, sí, de una manera análoga, en el caso de otro escritor, por lo que toca -y pensamos en Rusia, en las simpatías por Rusia- a la ortodoxia social.
La liberación para Cervantes no llegó jamás. Sancho ha logrado su anhelo. Va a ser gobernador de una ínsula. Don Quijote, en el retiro de la estancia ducal, horas antes de la partida de Sancho, se siente profundamente triste. No sabemos las ideas que Alcalá de Ebro, si Cervantes conoció el lugar, inspiraría al novelista. La patria de Cervantes fue Alcalá de Henares. De una a otra Alcalá, el pensamiento del maestro iría, tal vez, en íntima fluctuación. En Alcalá de Henares mandaba Felipe III. En Alcalá de Ebro iba a mandar Sancho Panza. Sancho Panza, humano gobernador, era el propio Cervantes. Al gobierno del monarca se opone, en Alcalá de Ebro, el gobierno de Cervantes. El rey lo es todo. Cervantes no es nada. Comparemos, sin embargo, la gobernación de uno y otro.
El cervantista don Antonio Eximeno establece la cronología de la acción quijotesca en un libro publicado en 1806. Se sabe de un modo cierto que Sancho Panza salió del palacio ducal para dirigirse a su ínsula el día 31 de octubre. Detengámonos un momento. Allá va Sancho montado en su fiel rocín. ¿Qué es lo que va a hacer el buen manchego en su ínsula? ¿Cómo va a desenvolver su gobierno? En este punto nos apartamos del cuerpo de lo impreso y nos salimos a las márgenes. En ese mismo mes de octubre, en los primeros días, se había producido en la ínsula Barataria un levantamiento popular. Hubo, como en todas las revoluciones, muertos y estragos. Las causas de la insurrección eran justas. Sancho Panza es inteligente y bondadoso. El primer problema que se le plantea en su gobierno es un antiquísimo problema. Existe desde el origen del mundo. Pero ha sido el sutil ciudadano de Florencia quien lo ha planteado de un modo más escueto y limpio. ¿Qué vale más, ser temido o ser amado? ¿Qué es más eficaz en la gobernación: el temor o el amor? Nicolás Maquiavelo ha seducido a muchos españoles. Se le denuesta públicamente y se le ama con clandestinidad. Saavedra Fajardo es entre nosotros el más fino resonador de la voz del florentino. En Saavedra Fajardo el drama que suscita Maquiavelo llega a lo sumo de la sensibilidad. Ante el florentino, Saavedra semeja una mujer que se esquiva y se entrega, se encoleriza y sonríe. Saavedra se ingenia en modos sutiles y elegantes para modificar la doctrina vitanda. El dictamen de Maquiavelo es terminante: E molto più sicuro essere temuto che amato. Contra esa dureza se levanta Saavedra Fajardo. No, no suscitemos el odio en el pueblo. «El primer principio de la eversión de los reinos y de las mudanzas en las repúblicas, es el odio», escribe el autor. A seguida una ligera evocación de la primera república española. Nos hallamos, como el lector sabe, en la tercera. «En el odio de sus vasallos cayeron los reyes don Ordoño y don Fruela II y aborrecido el nombre de reyes, se redujo Castilla a forma de República, repartido el gobierno en dos jueces: uno para la paz y otro para la guerra». Decididamente, Saavedra se opone al florentino. «Muchos príncipes se perdieron por ser temidos -escribe-; ninguno, por ser amado». ¿Queda ya así resuelta la cuestión? No; recapacitemos un poco. No cabe desechar en absoluto el temor. Pero sepamos qué clase de temor debemos aceptar. El temor que acepta, en fin de cuentas, Saavedra Fajardo, se apoya en la justicia. La justicia es para él humanidad. «Hacerse temer el príncipe -dice - porque no sufre indignidades, porque conserva la justicia y porque aborrece los vicios es tan conveniente que sin este temor en los vasallos no podría conservarse». Retengamos la frase de que el príncipe no ha de sufrir indignidades.
El nuevo gobernador ha llegado a su ínsula. Las cárceles están llenas de rebeldes. Dura todavía la efervescencia del levantamiento. Entre el temor y el amor, Sancho se decide resueltamente por el amor. El amor en este caso concuerda con la justicia. La pacificación de la ínsula no podrá venir sino por la concordia. Son abiertas las puertas de las prisiones. Los fautores del movimiento tienen expedito el camino para marcharse a los pueblos comarcanos. Dentro de unos meses podrán volver a sus hogares. La humanidad y el tacto afectuoso del nuevo gobernador encantan a todos. Sancho, comprensivo y cordial, liquida la revolución de octubre.
Ahora, 25 de abril 1935