Extraído del Pregón de Semana Santa pronunciado, en solemne acto, por D. MANUEL LÓPEZ PÉREZ en la noche del Viernes de Dolores, 28 de marzo de 1980, en el Salón de Actos de la Delegación Provincial de Cultura, de Jaén
El Jueves Santo era todo solemnidad desde la misma amanecida. La ciudad se paralizaba, como si presintiera solemnidades enlutadas y ya no vivía más que para su Semana Santa, que en este día empezaba la más esplendoroso de las culminaciones.
En la Catedral, los oficios litúrgicos se sucedían con una solemnidad y un ritual celosamente conservado durante siglos.
La bendición de los óleos...; la procesión al Monumento...; la ceremonia enternecedora del Lavatorio, que llegaba tan directamente al pueblo, cuando el mismo señor Obispo lavaba reverente los pies de doce pobres ancianos del Hospicio o del asilo de las Hermanitas de los Pobres...; el bellísimo Miserere del maestro José Sequera, que llenaba las naves de musical congoja, mientras los fieles compungidos seguían devotamente los sentimientos que trataban de expresar las estrofas.
"Miserere mei Deus secundun magnam misericordiam tuam ..."
La escena, con escasas variaciones, se repetía por toda la ciudad.
Ceremonia del Lavatorio en la Santa Capilla de San Andrés, que hoy sacaba a relucir sus orgullos de colegiata; Monumentos eucarísticos de nuestros antiguos conventos, donde las monjitas rivalizaban en ingenio y delicadeza, para hacer de su Monumento, la más delicada ofrenda a Jesús Sacramentado...
El sentido eucarístico del día, impregnaba la ciudad hasta el último resquicio. Las calles, sumamente concurridas, exultaban una respetuosa solemnidad. De la mañana a la noche, aquel Jaén provinciano vivía intensamente su Semana Santa, haciendo gala de una devoción evolucionada y perfeccionada a través de muchas generaciones.
Por las calles empinadas y retorcidas, nuestras paisanas lucían orgullosas sus mantillas. Negras y españolísimas mantillas, guardadas con mimo de generación en generación, y orgullosamente lucidas en la mañana primaveral del Jueves Santo. Espléndidas mantillas de encaje, que la brisa hacia temblor de emociones y compañeras inseparables de los vestidos de seda negra, de los rosarios de nácar y las arrancadas de oro fino. Evocadoras mantillas que revestían a la mujer de un especial señorío y que ponían en la placidez del Jueves Santo, una nota de delicadeza femenina, que por desgracia hoy ya se ha perdido.
Incomparable estampa de las mantillas en nuestro Jueves Santo que inspiraron al pintor Nogué uno de sus más logrados cuadros y le hicieron escribir a Rafael Ortega Sacrista una de sus más labradas páginas.
Y junto a las mantillas, la figura evocadora de aquellos párrocos y capellanes, que lucían sobre el negro de las sotanas la llave dorada del Sagrario, siempre pendiente de historiadas cadenas, que ostentaban como la más preciada de las condecoraciones.
Ir y venir pausado del gentío, que devotamente recorría las iglesias de la ciudad pare rezar las "estaciones" ante el Sacramento del Amor, fervorosa obligación eucarística a la que no faltaban las corporaciones de la ciudad, lo que nos hacía encontrarnos por las calles a los escasos soldados de la guarnición, a los bomberos, o a los propios soldados romanos, que en correcta y cuidada formación, cumplían el rito de visitar los sagrarios, ejemplarizando a los transeúntes, con el testimonio de aquella piedad corporativamente sentida.
A la tarde, la procesión de la Expiración llenaba la ciudad de fervores y sentimientos.
La valiosa imagen anónima y barroca del Cristo de la Expiración, que ponía palideces de emoción entre el lirio morado de las túnicas, nos hacía meditar sin quererlo en ese tratado de espiritualidad que son las "Siete Palabras", tan presentes siempre en esta devota cofradía.
Asistir a la procesión de la Expiración, era tener la ocasión de hacer un cursillo acelerado de religiosidad cofradiera. La salida informal del cortejo por la gracia florecida de la Plazuela de San Bartolomé; el emocionante paso por la estrechísima Calle de los Coches, auténtica reválida profesional para costaleros y fabricanos; la bajada por la Calle Campanas, entre la chiquillería sobrecogida que se arracimaba en las verjas de la lonja catedralicia, constituían momentos inenarrables.
Pasaba la imagen por la ciudad dando su eterna lección de Amor, tal como la viera el poeta Almendros Aguilar,
... Cerrando augusta con el pie el profundo, con la excelsa cabeza abriendo el cielo y con los brazos abarcando el mundo..."
Y a la vez, pasaba la cofradía, dando también la lección de su entrega generacional a una de las imágenes más veneradas en Jaén. Bajo las túnicas blancas y los caperuces morados, la lección de aquellos apellidos tan arraigados - los Espinar, los Escalona, los Ortega, los Nogales - que supieron hacer de la Expiración el más preclaro de los blasones familiares.
La Dolorosa de las Siete Palabras, una de las felices obras de Jacinto Higueras, aportaba a la procesión una brisa de humildad y de cristiana resignación, que completaba los sentimientos que despertaba el Cristo, sin duda el más genial de la imaginería giennense.
El Jueves Santo era todo solemnidad desde la misma amanecida. La ciudad se paralizaba, como si presintiera solemnidades enlutadas y ya no vivía más que para su Semana Santa, que en este día empezaba la más esplendoroso de las culminaciones.
En la Catedral, los oficios litúrgicos se sucedían con una solemnidad y un ritual celosamente conservado durante siglos.
La bendición de los óleos...; la procesión al Monumento...; la ceremonia enternecedora del Lavatorio, que llegaba tan directamente al pueblo, cuando el mismo señor Obispo lavaba reverente los pies de doce pobres ancianos del Hospicio o del asilo de las Hermanitas de los Pobres...; el bellísimo Miserere del maestro José Sequera, que llenaba las naves de musical congoja, mientras los fieles compungidos seguían devotamente los sentimientos que trataban de expresar las estrofas.
"Miserere mei Deus secundun magnam misericordiam tuam ..."
La escena, con escasas variaciones, se repetía por toda la ciudad.
Ceremonia del Lavatorio en la Santa Capilla de San Andrés, que hoy sacaba a relucir sus orgullos de colegiata; Monumentos eucarísticos de nuestros antiguos conventos, donde las monjitas rivalizaban en ingenio y delicadeza, para hacer de su Monumento, la más delicada ofrenda a Jesús Sacramentado...
El sentido eucarístico del día, impregnaba la ciudad hasta el último resquicio. Las calles, sumamente concurridas, exultaban una respetuosa solemnidad. De la mañana a la noche, aquel Jaén provinciano vivía intensamente su Semana Santa, haciendo gala de una devoción evolucionada y perfeccionada a través de muchas generaciones.
Por las calles empinadas y retorcidas, nuestras paisanas lucían orgullosas sus mantillas. Negras y españolísimas mantillas, guardadas con mimo de generación en generación, y orgullosamente lucidas en la mañana primaveral del Jueves Santo. Espléndidas mantillas de encaje, que la brisa hacia temblor de emociones y compañeras inseparables de los vestidos de seda negra, de los rosarios de nácar y las arrancadas de oro fino. Evocadoras mantillas que revestían a la mujer de un especial señorío y que ponían en la placidez del Jueves Santo, una nota de delicadeza femenina, que por desgracia hoy ya se ha perdido.
Incomparable estampa de las mantillas en nuestro Jueves Santo que inspiraron al pintor Nogué uno de sus más logrados cuadros y le hicieron escribir a Rafael Ortega Sacrista una de sus más labradas páginas.
Y junto a las mantillas, la figura evocadora de aquellos párrocos y capellanes, que lucían sobre el negro de las sotanas la llave dorada del Sagrario, siempre pendiente de historiadas cadenas, que ostentaban como la más preciada de las condecoraciones.
Ir y venir pausado del gentío, que devotamente recorría las iglesias de la ciudad pare rezar las "estaciones" ante el Sacramento del Amor, fervorosa obligación eucarística a la que no faltaban las corporaciones de la ciudad, lo que nos hacía encontrarnos por las calles a los escasos soldados de la guarnición, a los bomberos, o a los propios soldados romanos, que en correcta y cuidada formación, cumplían el rito de visitar los sagrarios, ejemplarizando a los transeúntes, con el testimonio de aquella piedad corporativamente sentida.
A la tarde, la procesión de la Expiración llenaba la ciudad de fervores y sentimientos.
La valiosa imagen anónima y barroca del Cristo de la Expiración, que ponía palideces de emoción entre el lirio morado de las túnicas, nos hacía meditar sin quererlo en ese tratado de espiritualidad que son las "Siete Palabras", tan presentes siempre en esta devota cofradía.
Asistir a la procesión de la Expiración, era tener la ocasión de hacer un cursillo acelerado de religiosidad cofradiera. La salida informal del cortejo por la gracia florecida de la Plazuela de San Bartolomé; el emocionante paso por la estrechísima Calle de los Coches, auténtica reválida profesional para costaleros y fabricanos; la bajada por la Calle Campanas, entre la chiquillería sobrecogida que se arracimaba en las verjas de la lonja catedralicia, constituían momentos inenarrables.
Pasaba la imagen por la ciudad dando su eterna lección de Amor, tal como la viera el poeta Almendros Aguilar,
... Cerrando augusta con el pie el profundo, con la excelsa cabeza abriendo el cielo y con los brazos abarcando el mundo..."
Y a la vez, pasaba la cofradía, dando también la lección de su entrega generacional a una de las imágenes más veneradas en Jaén. Bajo las túnicas blancas y los caperuces morados, la lección de aquellos apellidos tan arraigados - los Espinar, los Escalona, los Ortega, los Nogales - que supieron hacer de la Expiración el más preclaro de los blasones familiares.
La Dolorosa de las Siete Palabras, una de las felices obras de Jacinto Higueras, aportaba a la procesión una brisa de humildad y de cristiana resignación, que completaba los sentimientos que despertaba el Cristo, sin duda el más genial de la imaginería giennense.